miércoles, 19 de diciembre de 2012

Poemas de varios autores

                                                  
Ama tu ritmo (Rubén Darío)


                                                                 Katia San Millan
                                                  

Ama tu ritmo y ritma tus acciones

bajo su ley, así como tus versos;
eres un universo de universos
y tu alma una fuente de canciones.

La celeste unidad que presupones

hará brotar en ti mundos diversos,

y al resonar tus números dispersos
pitagoriza en tus constelaciones.

Escucha la retórica divina

del pájaro, del aire y la nocturna
irradiación geométrica adivina;

mata la indiferencia taciturna

y engarza perla y perla cristalina
en donde la verdad vuelca su urna.



Arte poética  (Vicente Huidobro)




Que el verso sea como una llave
Que abra mil puertas.
Una hoja cae; algo pasa volando;
Cuanto miren los ojos creado sea,
Y el alma del oyente quede temblando.
Inventa mundos nuevos y cuida tu palabra;
El adjetivo, cuando no da vida, mata,
Estamos en el ciclo de los nervios,
El músculo cuelga,
Como recuerdo, en los museos;
Mas no por eso tenemos menos fuerza:
El vigor verdadero
Reside en la cabeza.
Por qué catáis la rosa, ¡oh, Poetas!
Hacedla florecer en el poema;
Sólo para nosotros
Viven todas las cosas bajo el Sol.
El Poeta es un pequeño Dios.


Arte poética (Jorge Luis Borges)





Mirar el río hecho de tiempo y agua 
y recordar que el tiempo es otro río, 
saber que nos perdemos como el río 
y que los rostros pasan como el agua. 

Sentir que la vigilia es otro sueño 
que sueña no soñar y que la muerte 
que teme nuestra carne es esa muerte 
de cada noche, que se llama sueño. 

Ver en el día o en el año un símbolo 
de los días del hombre y de sus años, 
convertir el ultraje de los años 
en una música, un rumor y un símbolo, 

ver en la muerte el sueño, en el ocaso 
un triste oro, tal es la poesía 
que es inmortal y pobre. La poesía 
vuelve como la aurora y el ocaso. 

A veces en las tardes una cara 
nos mira desde el fondo de un espejo; 
el arte debe ser como ese espejo 
que nos revela nuestra propia cara. 

Cuentan que Ulises, harto de prodigios, 
lloró de amor al divisar su Itaca 
verde y humilde. El arte es esa Itaca 
de verde eternidad, no de prodigios. 

También es como el río interminable 
que pasa y queda y es cristal de un mismo 
Heráclito inconstante, que es el mismo 
y es otro, como el río interminable.





Elogio de la sombra  (Jorge Luis Borges)


La vejez (tal es el nombre que los otros le dan)
puede ser el tiempo de nuestra dicha.
El animal ha muerto o casi ha muerto.
Quedan el hombre y su alma.
Vivo entre formas luminosas y vagas
que no son aún la tiniebla.
Buenos Aires,
que antes se desgarraba en arrabales
hacia la llanura incesante,
ha vuelto a ser la Recoleta, el Retiro,
las borrosas calles del Once
y las precarias casas viejas
que aún llamamos el Sur.
Siempre en mi vida fueron demasiadas las cosas;
Demócrito de Abdera se arrancó los ojos para pensar;
el tiempo ha sido mi Demócrito.
Esta penumbra es lenta y no duele;
fluye por un manso declive
y se parece a la eternidad.
Mis amigos no tienen cara,
las mujeres son lo que fueron hace ya tantos años,
las esquinas pueden ser otras,
no hay letras en las páginas de los libros.
Todo esto debería atemorizarme,
pero es una dulzura, un regreso.
De las generaciones de los textos que hay en la tierra
sólo habré leído unos pocos,
los que sigo leyendo en la memoria,
leyendo y transformando.
Del Sur, del Este, del Oeste, del Norte,
convergen los caminos que me han traído
a mi secreto centro.
Esos caminos fueron ecos y pasos,
mujeres, hombres, agonías, resurrecciones,
días y noches,
entresueños y sueños,
cada ínfimo instante del ayer
y de los ayeres del mundo,
la firme espada del danés y la luna del persa,
los actos de los muertos,
el compartido amor, las palabras,
Emerson y la nieve y tantas cosas.
Ahora puedo olvidarlas. Llego a mi centro,
a mi álgebra y mi clave,
a mi espejo.
Pronto sabré quién soy.





El descubrimiento de uno mismo






Florencia Abbate, Revista Ñ, Clarín, 7 enero 2013
Creo que hay pocas actividades más íntimas que la lectura; y que nadie debería interferir en el derecho de los otros a ejercitarla como mejor le plazca, ni pretender restringir el espacio de libertad que se abre en el encuentro entre un texto y un lector.
Y por lo tanto, nunca me siento solidaria con aquellos que parecen estar seguros de qué les conviene leer a los demás y si en tal o cual formato. Pienso que todos merecemos experimentar con absoluta libertad el placer de leer, lo que queramos y donde se nos antoje.
Sin embargo, a veces me pregunto si la experiencia de la lectura puede alcanzar el mismo grado de intensidad en cualquier soporte. Nací en el año 1976. Pero debo reconocer que soy de las que se entristecen cuando escuchan a quienes dicen que el libro “tradicional” terminará relegado a la función de un objeto de lujo, destinado a las elites culturales; que las nuevas generaciones ya no lo usarán o lo usarán muy poco; que el e-book sin duda logrará reemplazarlo y será el formato más popular, porque es más práctico.
Es cierto que cuando el libro “tradicional” surgió, se impuso entre otras cosas por ser más práctico que los soportes anteriores, como los antiguos rollos o los códices de pergamino. Sus ventajas fueron más o menos las que hoy se les atribuyen a los e-books: mayor velocidad en la producción, uniformidad de los textos y menores costos y precios.
Hace poco conversaba con una amiga sobre las ventajas y desventajas del kindle. Ella hacía referencia a sus virtudes en cuanto a espacio y peso (estaba por viajar y se llevaba en su aparatito una cantidad de libros imposible para cualquier valija), pero también se quejaba de algunas cosas: que a veces se le “cuelga” y no puede pasar de página; que quiere volver sobre lo ya leído pero hacer una búsqueda hacia atrás es engorroso; que otras veces se queda sin batería; que Amazon te puede borrar sin previo aviso un libro que compraste (en realidad los textos no son tuyos sino tomados en “alquiler”), y que extrae información sobre todas tus lecturas (las notas que hayas tomado, los tiempos y horarios, etc.), conociendo así tus gustos y otros datos que la empresa podría aprovechar.
En unos pocos minutos me di cuenta de que, para mí, los mayores placeres de la lectura están asociados al libro en papel. Nada que pueda “bajarme” rápidamente de Amazon me dará una satisfacción similar a la de encontrar un hallazgo inesperado en alguna librería. Para mí, los libros son objetos misteriosos. A veces pareciera que una tapa nos está mirando. A veces, al entrar en alguna librería de usados y de saldos, me he abalanzado apasionadamente sobre algún ejemplar como si lo fuera a salvar de un futuro incendio.
El hecho de que el libro en papel sea un objeto, una presencia concreta, que tiene una imagen particular y que podemos agarrar, oler, palpar, así como podemos recordar visualmente su imagen (el diseño de la tapa, el color, el tamaño, el espesor, etc.), forma parte de mí del placer de leer. En cambio, siento que las cosas que encuentro en Internet existen como algo imposible de poseer en el viejo sentido de la palabra.
Personalmente, el mayor placer de la lectura lo asocio también a leer en la cama. El aislamiento, la introspección y el silencio estimulan todas las facultades que el ejercicio de la lectura requiere: la imaginación, la capacidad asociativa, la inteligencia; pero ante todo la atención, porque tal vez la lectura sea una forma privilegiada de la atención. Y el arte de la atención implica suprimir el ruido interno, dejar la cabeza disponible, serena y enfocada únicamente al encuentro con el texto. Cuando uno “descarga” un archivo, espera para abrirlo y la vista deambula en la pantalla seducida por las múltiples funciones del dispositivo y gira hacia un costado porque se acaba de abrir otra ventana, comprueba que en el tipo de contexto que proponen ciertos soportes tecnológicos, como puede ser el Ipad, la atención se vuelve más difícil. Más difícil de lo que ya es por las propias características de nuestra vida cotidiana en el mundo actual, donde todo en el entorno tiende a estimular la distracción. “Leí La Guerra y la Pazen veinte minutos. Es acerca de Rusia”, decía irónicamente Woody Allen, cuando estaban de moda los métodos de lectura veloz.
Lo peculiar de los libros es que se poseen, pero no se poseen del mismo modo en que poseemos cualquier otro objeto. Acaso se trate de una de las relaciones más profundas que se puede entablar con un objeto, puesto que, de algún modo, es uno mismo quien lo habita. Creo que no somos pocos los que admitiríamos que nos sentimos llevados a escribir por primera vez como una forma de reconocer y responder a los libros que habíamos leído, y que nos produjeron una sorpresa semejante a la del hallazgo de un tesoro enterrado; esa sensación de ensanchamiento de horizontes y de liberación que provoca un descubrimiento que es, a la vez, el descubrimiento de uno mismo.





lunes, 17 de diciembre de 2012

Los hijoss infinitos (Andrés Eloy Blanco)




Katia San Millán
 

 

Cuando se tiene un hijo,

se tiene al hijo de la casa y al de la calle entera,

se tiene al que cabalga en el cuadril de la mendiga

y al del coche que empuja la institutriz inglesa

y al niño gringo que carga la criolla

y al niño blanco que carga la negra

y al niño indio que carga la india

y al niño negro que carga la tierra.

 

 

Cuando se tiene un hijo, se tienen tantos niños

que la calle se llena

y la plaza y el puente

y el mercado y la iglesia

y es nuestro cualquier niño cuando cruza la calle

y el coche lo atropella

y cuando se asoma al balcón

y cuando se arrima a la alberca;

y cuando un niño grita, no sabemos

si lo nuestro es el grito o es el niño,

y si le sangran y se queja,

por el momento no sabríamos

si el ¡ay! es suyo o si la sangre es nuestra.

 

Cuando se tiene un hijo, es nuestro el niño

que acompaña a la ciega

y las Meninas y la misma enana

y el Príncipe de Francia y su Princesa

y el que tiene San Antonio en los brazos

y el que tiene la Coromoto en las piernas.

Cuando se tiene un hijo, toda risa nos cala,

todo llanto nos crispa, venga de donde venga.

Cuando se tiene un hijo, se tiene el mundo adentro

y el corazón afuera.

Y cuando se tienen dos hijos

se tienen todos los hijos de la tierra,

los millones de hijos con que las tierras lloran,

con que las madres ríen, con que los mundos sueñan,

los que Paul Fort quería con las manos unidas

para que el mundo fuera la canción de una rueda,

los que el Hombre de Estado, que tiene un lindo niño,

quiere con Dios adentro y las tripas afuera,

los que escaparon de Herodes para caer en Hiroshima

entreabiertos los ojos, como los niños de la guerra,

porque basta para que salga toda la luz de un niño

una rendija china o una mirada japonesa.

 

Cuando se tienen dos hijos

se tiene todo el miedo del planeta,

todo el miedo a los hombres luminosos

que quieren asesinar la luz y arriar las velas

y ensangrentar las pelotas de goma

y zambullir en llanto ferrocarriles de cuerda.

Cuando se tienen dos hijos

se tiene la alegría y el ¡ay! del mundo en dos cabezas,

toda la angustia y toda la esperanza,

la luz y el llanto, a ver cuál es el que nos llega,

si el modo de llorar del universo

el modo de alumbrar de las estrellas.