Mis relatos


Gladys Almonte


Tinako

–Me siento verde –me dijo– y abofeteada por una sandía.
 En los últimos tres meses había bajado dos tallas, y disfrutaba modelando las nuevas prendas de vestir que había adquirido. Abrió un paréntesis en su sesión matutina de teae-bo para mostrarle al joven la tarea de limpieza para la que lo había citado. Tan ligera estaba que llegó a la azotea antes de que su conciencia comenzara a subir.
Al verlo, el muchacho irrumpió en una risa burlona.
–Jajajaja, jajajaja. Este es uno de los más grandes que he visto, –dijo–  es igualito a mi hermano.
–No sé por qué se escribe con c, tinaco debería escribirse con k –continuó diciendo como si pensara en voz alta.
–¿No cree usted que la letra k parece un tinaco, así cuadradita como usted y mi hermano?



Supervivencia

Un glosario de mentiras sostenía sus cinco años de matrimonio. Recientemente su corazón y su cerebro acordaron que la mujer salía a las 6:00, aunque en realidad salía a las 4:00. Ahora desbordaba de alegría cuando la veía entrar a la casa a las 6:30, justamente media hora después de salir del trabajo.


Nunca te duermas a la sombra de las apariencias

En la telaraña de mi inocencia no alcanzaba a comprender el sabio mensaje que contenían las palabras de mi madre al decir: nunca te duermas a la sombra de las apariencias. Hasta que un día mi padre tomó su mochila y se mudó con la vecina; y ella, apuntando mi frente con el dedo índice de su mano derecha, se acercó hasta tocarla, y haciéndole presión, liberó aquel grito agudo  y ahogado que aún timbra en mis oídos: ¡Te lo diiiiiijeee!



Un muerto que sonríe y con orejas de cerdo

Cuando la mujer quiso reaccionar, ya la casa hervía como una colmena. Había gente por todas partes. Hubiera preferido velar el difunto en una funeraria, pero los vecinos se precipitaron desde que llegó la ambulancia, y la salida se hizo imposible.
No era el dolor por la muerte de don Justo. No era el deseo de ofrecerle un hombro solidario a la viuda para aligerar su angustia. Lo que convocaba a los pobladores del barrio al velatorio del hombre era, la curiosidad.
El muerto lucía alegre y tenía orejas de cerdo. Eso dijo el primero que lo vio, y la voz se regó como fuego en un cañaveral. Pocos minutos después todo el sector la había oído, y cada quien sostenía una versión diferente.
Un vecino del muerto, que era devoto de San Sebastián del Congreso, afirmaba que el crecimiento de las orejas del difunto había sido un castigo del cielo, porque el hombre se burlaba de su santo.
Una pariente del difunto, que vendía mercancías adquiridas en la Frontera, estaba segura que había sido brujería. Ella sabía de personas que, en Haití, las habían convertido en animales.
–Estoy convencida –dijo bajando la voz para que solo la oyeran sus interlocutores–  de que a Justo intentaron  convertirlo en un cerdo, pero murió en el hechizo... Solo llegaron a cambiarle las orejas.
En el velorio nadie se atrevía a opinar, por eso los parroquianos entraban y salían de una vez. Cuando estaban algo distante plantaban sus pareceres como árboles de buenos frutos.
Doña Maldi, una vecina que en vez de oraciones tenía un devocionario de maldiciones que repetía y repetía al amanecer, le confió a su marido que las orejas eran el fruto de una maldición que le había echado al difunto.
–No creas que soy una arpía como todos creen –le dijo esquivando la mirada– es que siempre que me veía, le secreteaba a su mujer.
Tentados por la vanidad y los fulgores de las apariencias, dos jóvenes estudiantes de medicina que pasaban frente a la casa, después de observar el cadáver acordaron ofrecer su diagnóstico. No sin antes obtener la promesa de los curiosos de no divulgar el hallazgo,   para no provocar a las autoridades por adelantarse a publicar una información tan comprometedora.
–De acuerdo a nuestra apreciación –dijo quitándose los lentes, el que presumía de intelectual– el señor fue afectado por una enfermedad mortal, cuyos síntomas visibles son, precisamente, una sonrisa pícara y el crecimiento descomunal de las orejas.
–Esta enfermedad  –continuó diciendo el otro– ha hecho estragos en Europa, pero al parecer, el caballero es la primera víctima en nuestro país.
Alarmados quienes los escucharon, se retiraron a sus hogares, aturdidos por el dolor de no poder hablar.
El carajo de las opiniones la expuso un viejo amigo del muerto:
–Yo creo,  y de eso no hay duda, que las orejas se las puso  el primer novio de su esposa. Ahora es cirujano plástico, y se vengó colocándole esas orejotas, porque Justico le quitó la novia a punto de casarse.
A pesar de que la gente entraba y salía como hormigas al hormiguero, la mayoría se quedaba en la sala donde estaba el féretro, sin pasar a la habitación donde aguardaba la esposa. Ella permanecía en silencio mientras caminaba sobre la larga historia de las orejas de su marido.
La primera vez que vio que le habían crecido, todavía bailaban en la primavera de su matrimonio. Él la había llevado donde sus padres un sábado en la mañana, para que ella y los niños compartieran con la familia, mientras él se quedaba solo en la casa y realizaba algunas tareas de mantenimiento que tenía pendientes. No obstante, cuando fue a buscarla el domingo en la tarde, él sonreía de manera extraña y las orejas estaban más grandes que de costumbre.
No dijo nada. Su abuela le había aconsejado no cobijarse a la sombra de naranjo nuevo y la había adiestrado en el arte de ser observadora, discreta y reflexiva, para no sucumbir a los tropiezos del matrimonio. Justamente seis meses, durante los cuáles descubrió el motivo, estuvo observando varias veces al mes, y hasta a la semana, aquel misterioso cambio que se manifestaba en los labios y orejas de su esposo.
Superada la primera embestida de la infidelidad, protegió el secreto como a sus ojos, y manejó su matrimonio con mágica sabiduría. ¡A cada cuerno le hallaba la contra!
A nadie contó como lograba armonizar con un hombre cuya soltería había tejido sartas de fábulas. Él, que era un tigre, nunca sospechó que ella estaba enterada de todo. También ignoró el ingenio que tuvo que desarrollar para superarlo y sobrevivir a las punzadas de cada  cornada en el curso de los siguientes dos o tres años.
No podía suprimir el dolor que mordía sus entrañas por la muerte inesperada del compañero de toda una vida, pero tampoco podía lamentarse.
Habían transcurrido más de veinte años desde que dejaron de crecerle las orejas y desde que viera en su marido por última vez aquella sonrisa de perro al acecho, antes de iniciar los amoríos cuya existencia percibía desde hacía dos o tres meses.
Esta nueva aventura no la había preocupado. ¡Total, todos los hombres cuando ven que los años le rozan los talones, patalean! Buscan “una muchachita” para rejuvenecerse. Por eso le quedó esa indiscreta sonrisa y las orejas le crecieron tanto. ¡Merecía morir contento!






5 comentarios:

  1. Creo que seré una asidua lectora de este blog. Me he divertido muchísimo, ademas de haber aprendido ciertos detalles de la vida. Jajaja ! Te felicito !.

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  2. Hola, querida Ana Victor. Tu respuesta es muy estimulante. ¡Eres increible! Te lo agradezco mucho.

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