La palabra y la poesía



Magia y poder de la palabra

 

Introducción

La palabra es el instrumento esencial en el oficio del escritor, por lo que es un tema que se debate con frecuencia en su escritorio. Aquí presentamos varios textos donde la palabra se puede apreciar desde diferentes perspectivas: literaria, académica, religiosa, poética, etc. Enfoques de unos pocos autores serán suficientes para envolvernos en su magia y abrir la puerta de nuestra curiosidad e imaginación.
El segundo texto, La palabra como utensilio, aunque es bastante largo, es fundamental para tomar conciencia de su valor en nuestra vida y en el quehacer del escritor. Sin embargo, todos tienen mucho que dar, como este poema que aparece a continuación:

la voz a ti debida
versos 201 a 236 /pedro salinas
«Mañana». La palabra
iba suelta, vacante,
ingrávida, en el aire,
tan sin alma y sin cuerpo,
tan sin color ni beso,
que la dejé pasar
por mi lado, en mi hoy.
Pero de pronto tú
dijiste: «Yo, mañana...»
Y todo se pobló
de carne y de banderas.
Se me precipitaban
encima las promesas
de seiscientos colores,
con vestidos de moda,
desnudas, pero todas
cargadas de caricias.
En trenes o en gacelas
me llegaban —agudas,
sones de violines—
esperanzas delgadas
de bocas virginales.
O veloces y grandes
como buques, de lejos,
como ballenas
desde mares distantes,
inmensas esperanzas
de un amor sin final.
¡Mañana! Qué palabra
toda vibrante, tensa
de alma y carne rosada,
cuerda del arco donde
tú pusiste, agudísima,
arma de veinte años,
la flecha más segura
cuando dijiste: «Yo...»


Curso de redacción /Gonzalo Martín Vivaldi

La palabra como utensilio

Hemos estudiado hasta aquí múltiples problemas de redacción y estilo. Sin embargo, no nos hemos detenido en el estudio de la palabra como "materia prima" o utensilio del escritor.
Naturalmente no pretendemos agotar el tema, sino dar nuestro personal parecer, seguido de una serie de opiniones autorizadas que refrendan en parte nuestra tesis.

No es buen pintor, no puede serlo -afirman los técnicos en la materia-, quien no sepa manejar los colores, quien se atreva a ignorar las calidades de los pigmentos que utiliza: verde esmeralda, carmín alizarina, azul ultramar, negro de humo...
No es buen arquitecto, no puede serlo -calcula uno- quien desconozca la calidad de los diversos materiales de construcción, quien ignore cuándo, cómo y dónde ha de utilizar la piedra, el ladrillo o la madera.
Y así el escritor con su materia prima: la palabra. La precisión en el empleo del vocabulario es —debe ser— una de las exigencias fundamentales en el difícil y nunca bien aprendido arte de escribir.
Pero con ser la palabra utensilio indispensable, no se crea por ello, ingenuamente, que se escribe sólo con vocablos, ni que a mayor dominio, a más riqueza de vocabulario, mejor será el escritor. Si así fuera, bastaría con aprenderse de memoria un Diccionario manual para .convertirse en artista de la pluma. Pero si hacemos la prueba de contar las voces que integran el Diccionario de la Academia y las que conocemos y utilizamos habitualmente, nos asombrará nuestra indigencia, nuestro mísero léxico.
De ahí la servidumbre y la grandeza del escritor: de serlo a pesar de la escasez de sus medios de expresión. Porque aún en el caso imposible de un hombre que manejara todos o casi todos los vocablos de su idioma, tal hombre-monstruo se encontraría en ocasiones -eterno problema del matiz- en la embarazosa situación de no dar con la palabra exacta que tal o cual frase necesita o exige.
Tampoco el pintor utiliza en su paleta los miles y miles de tonos que la Naturaleza ofrece: los inagotables matices del verde, del rojo o del amarillo. El buen pintor sabe que basta con unos pocos colores bien manejados, con una sabia combinación de los primarios, secundarios, intermedios y complementarios. A base de ellos -doce en total- se puede obtener una infinita gama colorista. No es por ello mejor pintor el de paleta mejor surtida, sino quien más hábilmente combina, mezcla y contrasta a base de unos cuantos tonos fundamentales.
Y como el pigmento no es el cuadro, ni el ladrillo la casa, tampoco el vocablo es el libro. Quiere decirse que no se escribe sólo con palabras, escogiéndolas, una a una, como se escogen las manzanas en el mercado de frutas.


La palabra lo es en la frase

 "La palabra —escribe García de Diego, en sus "Lecciones de Lingüística"- no es nada más que en la frase, y en la frase la palabra no tiene su cúmulo de acepciones, sino una sola, y esta sola acepción no es puro valor de la palabra, sino acepción recibida del contexto o polarizada por él."
Tampoco el verde de las hojas del olivo o del álamo es siempre el mismo, sino que depende de su contexto, esto es, del aire, de la luz, de la hora -del minuto acaso—, en que esa hoja brilla al sol o no brilla a la sombra. Color huidizo, siempre cambiante, martirio del pintor impresionista que quiera plasmar ese fugaz momento luminoso del paisaje.
"La palabra -sigue García de Diego- elemento de frase, tiene en ella una significación momentánea, determinada por la situación o contexto. La palabra, estrictamente hablando, no tiene significación, sino aptitud de significación. Tal palabra puede recibir las veinte significaciones que el Diccionario le asigna, pero también otras que no le asigna."
Es el problema, por ejemplo, que a todo escritor consciente le plantean los sinónimos. Alguien ha dicho: "los sinónimos están en el Diccionario". La verdad sería más bien lo contrario. "De modo absoluto -escribía Albalat- puede afirmarse que no hay sinónimos. Pereza, ociosidad, indolencia y holgazanería tienen sentido diferente".


Sentido aproximativo de las palabras

"El sentido de la palabra -según Marouzeau- no puede ser más que aproximativo, como nuestro propio pensamiento. La lengua es, además, una construcción imperfecta, muy insuficiente para nuestras necesidades; el material de las palabras resulta impotente para expresar todos los aspectos del pensamiento, del sentimiento, de la imaginación. Sin cesar, nuestro vocabulario nos traiciona por defecto. Y también por exceso".
Un poeta granadino, ha dicho:
"Indiferentes, palabras perdidas. Nadie el acento de su realidad descubre, íntimo. Mudo el secreto de su esencia, como un río, calladas, van hacia el centro de un mar que creará las nubes de su sentir verdadero"(1).
"La palabra -precisa Marouzeau- no significa más que lo que en cada caso representa para el que la pronuncia y el que la escucha. ¿Qué significa "lago"? Para un geógrafo, un elemento de la topografía; para un turista, será la evocación de un alto a la orilla del agua; para un pescador, el recuerdo de un buen día de pesca; para un poeta, acaso no sea más que una reminiscencia de Lamartine."
Y es que la palabra -como dijera Ortega- implica siempre una transposición, una metáfora.
De ahí que el Diccionario, con toda su riqueza de léxico no sea, a fin de cuentas, más que un cementerio donde yacen las palabras muertas. Y el escritor, un taumaturgo dotado del mágico poder de revivir a esos vocablos inertes, de decirles, como a Lázaro, "levántate y anda". Y de transformar, transfigurar así, a la momia, en ser vivo que alienta; de convertir a la palabra-cadáver en un ser lleno de vida, de significación y de sentido.


Belleza y magia de las palabras

Dicen los lingüistas que hablar es hacer frases, aunque sean de una palabra. La oración -se afirma- fue antes que la palabra, "en el sentido de que las primeras palabras eran oraciones". Así, cuando el hombre primitivo dice "ciervo" o "búfalo", no lo hace para designar a estos animales, sino para emitir un juicio, como "el ciervo viene" o "el búfalo ataca".
Análogamente, el balbuceo del niño que empieza a hablar. Cuando el pequeño malpronuncia "guagua" o "tate", en realidad está diciéndonos que "viene el perro" o que "quiere chocolate".
(1)   Elena Martin Vivaldi, "Cumplida soledad". Colección "Veleta al Sur". Granada.


Belleza de las palabras

Admitida, pues, la tesis de que no se escribe sólo con palabras, sino con frases, forzoso será reconocer que la belleza de un texto escrito no reside en los vocablos aislados, sino en su artística trabazón; depende del modo y sabiduría en utilizarlos; de su empleo más o menos correcto; de su mejor o peor engarce en un trozo literario. La belleza o la profundidad resultan de lo que, sirviéndonos de las palabras como mero vehículo, hagamos sentir o pensar al lector.
La descripción de un paisaje —valga el ejemplo— no es más bella porque utilicemos vocablos más o menos sonoros o "distinguidos", sino porque, al escribir, llevemos al ánimo del lector esa belleza que intentamos plasmar, haciéndole partícipe de la misma. De análogo modo, la calidad estética de un cuadro no depende de los colores empleados por el pintor. Los pigmentos están a disposición de todos los artistas en el comercio, como las palabras están, para uso de todos, en el diccionario.
Se cuenta -y el ejemplo viene a cuento- que el gran Van Gogh pintó un día uno de sus inimitables lienzos con sólo dos pigmentos, los que en aquel momento tenía a mano: polvo de añil y hollín de chimenea. Con tan pobre material hizo una obra de arte.


No hay palabras bellas ni feas

A pesar de lo expuesto (y uno respeta las ajenas opiniones porque no es misión del que esto escribe "sentar cátedra") hay quien cree en la belleza de las palabras por si mismas.
La voz "cristal", por ejemplo, obtuvo el primer premio en cierto concurso organizado por un periódico literario, para decidir por votación cuál era la palabra más bella. Y a "cristal", podríamos añadir por nuestra cuenta otras no menos bellas: "azul", "plata", "nube" y "viento".
Bien está el dato como simple curiosidad literaria, pero desengañémonos a tiempo: no seremos nunca grandes escritores por muchos "cristales" que intercalemos en nuestra prosa. No; no hay palabras bellas ni feas. Lo que importa no es el sonido del vocablo aislado, sino su cadencia dentro de la frase. Incluso palabras que, aisladamente pudieran sonar mal, pierden su disonancia si sabemos rodearlas, enguatarlas, con otros vocablos apropiados, que atenúen el posible mal sonido.
Escribir pendiente sólo de las palabras "bellas" es caer en narcisismo literario; es caer, y ahogarse, en las aguas en que el propio Narciso se contempla.
Ese vocablo que se yergue en la frase por su sola y simple sonoridad, por su rareza de piedra preciosa, es como pincelada color naranja caprichosamente puesta entre el verde sobrio de unas ramas de olivo.
Lo que interesa -al menos en la sana prosa-, lo que creemos debe interesar al lector, que es para quien se escribe a fin de cuentas, no es la voz más o menos bella por sí misma, sino la palabra propia. No es "azul", ni "cristal", ni "brisa", "fuente" o "luna", sino color, trasparencia, rumor, luz..., es decir, lo que no puede expresarse con una sola palabra, aunque un vocablo baste a veces.


Poder mágico de las palabras

Lo dicho no significa que desconozcamos voluntariamente el poder mágico de las palabras en poesía -en el dominio del verso-, en el arte dramático o en ciertos momentos de la oratoria.
Poetas, dramaturgos y oradores saben que la palabra es a veces algo más que simple vehículo del pensamiento; que es objeto, no medio; protagonista del contexto, creadora de vivencias. Que es lo que viene a decir Ortega cuando, en su estudio sobre Mirabeau, define a la palabra hablada como "un poco de aire estremecido que, desde la madrugada confusa del Génesis, tiene poder de creación".
Una sola voz, "Sésamo", hacía que se abriera la misteriosa puerta de la cueva de Alí-Babá. Y los indios de Kipling -refiere André Maurois- iban en busca de la "palabra maestra" que les daría autoridad sobre los hombres y las cosas.
Tan mágico es el poder de la palabra que, sin ella, parece como si el hombre fuera incapaz de comprender la Creación del Universo. Así, en el Génesis, no se nos dice que Dios, al pensar el mundo, le diera vida, sino que Dios, al crear, habló: "Y dijo Dios: hágase la luz. Y la luz fue hecha."
La pluma del poeta, según Shakespeare, da contorno a las cosas:
"... y a lo etéreo y vacío lo dota de habitáculo y de nombre."
Nombrar las cosas es un modo de infundirles vida. Es lo que expresa aquella copla de Antonio Machado:
"Dicen que el hombre no es hombre mientras que no oye su nombre de labios de una mujer. Puede ser."
"Sólo la poesía —escribió Keats— puede decir sus sueños; sólo con el hechizo de las palabras puede salvar la imaginación de la oscura cadena y el mudo encantamiento."
Y comenta Middleton Murry:
"Cada obra eterna de la literatura no es tanto una victoria del lenguaje, como una victoria sobre el lenguaje: una súbita inyección de percepciones vivificantes en un vocabulario que, de no ser por la energía del literato creador, se hallaría perpetuamente al borde del agotamiento."


La palabra y la gente

Pero el hechizo de las palabras, su magia -no importa repetir el concepto-, no está en ellas mismas, aisladas, desgajadas de la frase o del periodo. La palabra iluminada es como estrella que, a su luz propia, une la luz recibida de otras estrellas vecinas.
Pretender escribir a base de palabras "bonitas", escogidas, sería tanto como querer un paisaje en donde sólo hubiera cuidadas flores de invernadero.
Y transformar así la obra poética en escaparate de bisutería (1).


Notas complementarias:

La palabra y los autores

Escribe Ortega y Gasset en su obra "El hombre y la gente" (cap. XI, "El decir de la gente").
"...En el diccionario las palabras son posibles significaciones, pero no dicen nada... Las palabras no son palabras, sino cuando son dichas por alguien... La significación que el diccionario atribuye a cada vocablo es sólo el esqueleto de sus efectivas significaciones, siempre más distintas o nuevas, que en el fluir nunca quieto, siempre variante del hablar ponen a ese esqueleto la carne de un correcto sentido."
Y, más adelante, afirma Ortega:
"El individuo que quiere decir algo muy suyo y, por lo mismo, nuevo, no encuentra en el decir de la gente, en la lengua, un uso verbal adecuado para enunciarlo. Entonces el individuo inventa una nueva expresión. Si ésta tiene la fortuna de ser repetida por suficiente número de otras personas, es posible que acabe por consolidarse como uso verbal."
"El habla no consiste sólo en palabras, en sonoridades o fonemas. La producción de sonidos inarticulados es sólo un lado del hablar. El otro lado es la gesticulación total del cuerpo humano mientras se expresa... Hablar es gesticular."
"...La palabra no es palabra dentro de la boca del que la pronuncia, sino en el oído del que escucha... la lengua, es ante todo, un hecho acústico."
Noel Clarasó, en artículo sobre el tema que nos ocupa, ha escrito: "...La capacidad de las palabras para adquirir significados y su incapacidad en asumir un solo significado limpio y mantenerlo, han encendido infinitas polémicas entre escritores, gramáticos y filósofos. ¡Y lo que discutirán! Pues, según se ve, en cosas de lenguaje no tiene razón el que critica, sino el que habla, siempre que con las palabras que usa consiga hacerse entender. Que, a la hora de la verdad, es de lo único que se trata".

(1)   Lo expuesto hasta aquí, acerca de las palabras, fue publicado en mayo de 1962 como artículo periodístico, distribuido por la Agencia "LOGOS " entre los periódicos españoles de su "cadena".

"El escritor tiene que conocer las palabras, es claro, puesto que ellas son sus instrumentos de trabajo. Pero esto sólo es una parte de la ciencia del lenguaje. Escribir es también un arte, y el gran arte de escribir consiste, probablemente, en dar a entender muchas, muchísimas cosas, a mucha, muchísima gente, con las menos palabras posibles. Y entonces, según el giro y el "tono" que se les dé a esas pocas palabras, ¡cuánto significado se expresa con ellas!..."
García de Diego, en su obra "Lecciones de Lingüística", escribe: "La  palabra  no  expresa  una  idea, sino una realidad mediante una idea. Si digo  un toro, no quiero expresar la idea, sino la realidad toro. La palabra no es, pues, un díptico fónico-ideal, sino un tríptico fónico-ideal-objetivo; esto es el elemento sonoro toro, mi idea y el animal toro."
En su obra "Précis de Stylistique franpaise", y al estudiar la estructura morfológica de la palabra, distingue Marouzeau entre palabras significativas y palabras gramaticales. Y escribe:
"En: el libro de mi amigo, las palabras libro y amigo representan seres u objetos: el, de, mi, sólo expresan determinaciones o relaciones."
"Los términos de relación -afirma Marouzeau- sólo interesan a nuestro enten
dimiento; los términos significativos hablan al propio tiempo a nuestra imagi
nación y a nuestra sensibilidad."        
 Según Marouzeau las palabras gramaticales ocupan poco espacio y pasan inadvertidas en el texto {el, de, por, si, mas, como...). Ahora bien, tales palabras cuando abundan excesivamente "parece como si ocuparan un espacio indebido", sobre todo en el verso donde, "por definición el espacio está medido y es pues precioso".


Ejemplo:

 Si tú no nos dices todo, no nos dices nada.
 
Frases éstas vacías, según Marouzeau, y hasta podría decirse "llenas de nada".
"Con más razón -sigue este autor-, las palabras accesorias resultan embarazosas si son muy largas. Así, las palabras y locuciones como: consecuentemente, no obstante, de manera que, dado que, a medida que, en consideración a, independientemente de lo que..."


Palabras vacías y palabras llenas

Para Marouzeau hay palabras vacías de significado hasta el punto de que sólo son instrumentos gramaticales. Un enunciado —dice— en el que predominan las palabras vacías produce una impresión de vulgaridad, de indigencia.


Densidad y ambigüedad de las palabras

Ejemplo:

Sea lo que sea y lo que se diga de lo que se piensa.
Por el contrario, la abundancia de "palabras de valor presta a la frase una densidad considerada como uno de los elementos del buen estilo". Sin embargo tal densidad "puede ser también fatigosa y difícil de sostener mucho tiempo", ya que exige por parte del lector una verdadera tensión espiritual.
Y se cita, como ejemplo, el siguiente enunciado de Pascal:
"Una nada respecto del infinito, un todo respecto de la nada, un término medio, entre nada y todo."
Dicho de otro modo: que la excesiva densidad puede resultar indigesta, como lo sería una comida a base de platos fuertes.
El lector puede encontrar ejemplos de este estilo indigesto, por demasiado denso, en algunos filósofos para los que escribir es apretar de tal modo el pensamiento, en palabras y frases tan densamente significativas, que la lectura se transforma en ejercicio análogo al que se realiza para desentrañar el sentido de una fórmula matemática.


Palabras "alfileres"

Albert Dauzat ("Le génie de la langue francaise") acepta la denominación de "alfileres" para aquellas partes de la oración que Marouzeau llama términos gramaticales. "Es alfiler —escribe Dauzat— todo lo que se une a una palabra -verbo, sustantivo y hasta adjetivo- para determinarla o calificarla. Alfiler el adverbio, cuando deja de ser independiente, para modificar el sentido del verbo o del adjetivo (muy grande, comer bien); alfiler el adjetivo desde el momento en que se une al nombre cualificado (hermosos niños); alfiler la partícula, artículo, demostrativo, pronombre introductivo... que ofrece el mínimo de autonomía y el máximo de dependencia". (Ob. cit.).


Ambigüedad de las palabras

Finalmente, y desde el punto de vista lógico, hay que llamar la atención sobre el problema de la ambigüedad de las palabras. Como dice Jevons (1) "son pocos los términos que tienen un sentido claro y un solo significado... Cuanto más se estudian las sutiles diferencias y matices en el significado de las palabras, más se convence uno de la peligrosa cualidad de los instrumentos de que nos valemos para razonar y comunicarnos con los demás".
Se recuerda la división de los términos en unívocos y equívocos o ambiguos. Unívocos "cuando sólo sugieren a la mente un solo y definido significado". Así, la palabra catedral no es término ambiguo puesto que se aplica a todas las iglesias catedrales con un solo sentido lógico.
En cambio iglesia es palabra equívoca "porque unas veces significa el edificio en que se celebra el culto religioso, y otras, el conjunto de personas que pertenecen a una misma religión o secta, y se reúnen en iglesias".
(1) W. S. Jevons, LÓGICA. Pegaso. Madrid.
"Por numerosos que sean los términos unívocos que podamos mencionar —dice Jevons-, es incomparablemente mayor el número de términos equívocos. Estos comprenden la mayor parte de los nombres y adjetivos que empleamos en los usos corrientes de la vida".
"El grupo más extenso de los términos equívocos lo constituyen aquellas palabras que han transferido el significado, de la cosa que originariamente expresaban a otra cosa relacionada con aquélla, de tal manera que aparecen ligadas estrechamente en el pensamiento".
Ejemplo de palabra que ha transferido su significado lo tenemos en el vocablo pie. Originalmente significó el pie de un hombre o de un animal (derivada del latín pes, pedís). Luego, por analogía, se extendió al pie de la montaña, a los pies de las fotografías —en la jerga periodística—. Y la misma palabra sirve para diferenciar las tropas de a pie, como la infantería, de las tropas motorizadas. Y también para designar la medida de un verso (versos de pie quebrado).
En resumen, la ambigüedad de los términos ha de ser tenida muy en cuenta al escribir para evitar posibles confusiones de sentido; para procurar siempre que cada palabra sea utilizada según la significación precisa dentro del contexto.


(Nota interesante que aparece en otra parte del libro)

 (1) "Vida y palabra, pensamiento y palabra son inseparables", dice Fidelino de Figueiredo en "La lucha por la expresión". Y continúa: "Pensar y saber es querer decir y poder decir. Todo lo que el hombre siente y piensa, lo incorpora al mundo de las palabras. El juicio, pieza nuclear del pensamiento lógico, sólo existe en el cerebro del hombre por su traducción en frase". Y más adelante, afirma Figueiredo: "Indecible e impensable son casi sinónimos... El hombre comienza a entender un poco el mundo ambiente cuando puede asociar las cosas a signos sonoros y a rotularlos después con palabras".
"El lenguaje -según García de Diego- no es más que el pensamiento oral, y el pensamiento no es más que el lenguaje interior" (Lecciones de Lingüistica española).



Génesis
 
La creación
1 En el principio creó Dios los cielos
1 y la tierra.
2 Y la tierra estaba desordenada y vacía, y las tinieblas estaban sobre la faz del abismo, y el Espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas.
3 Y dijo Dios: Sea la luz; y fue la luz.

4 Y vio Dios que la luz era buena; y separó Dios la luz de las tinieblas.
5 Y llamó Dios a la luz Día, y a las tinieblas llamó Noche. Y fue la tarde y la mañana un día.
6 Luego dijo Dios: Haya expansión en medio de las aguas, y separe las aguas de las aguas.
7 E hizo Dios la expansión, y separó las aguas que estaban debajo de la expansión, de las aguas que estaban sobre la expansión. Y fue así.
8 Y llamó Dios a la expansión Cielos. Y fue la tarde y la mañana el día segundo.
2P.3.S.
9 Dijo también Dios: Júntense las aguas que están debajo de los cielos en un lugar, y descúbrase lo seco. Y fue así.
10 Y llamó Dios a lo seco Tierra, y a la reunión de las aguas llamó Mares. Y vio Dios que era bueno.
11 Después dijo Dios: Produzca la tierra hierba verde, hierba que dé semilla; árbol de fruto que dé fruto según su género, que su semilla esté en él, sobre la tierra. Y fue así.
12 Produjo, pues, la tierra hierba verde, hierba que da semilla según su naturaleza, y árbol que da fruto, cuya

semilla está en él, según su género^ vio Dios que era bueno. 13 Y fue la tarde y la mañana el día tercero.
14 Dijo luego Dios: Haya lumbreras en la expansión de los cielos para separar el día de la noche; y sirvan de señales para las estaciones, para días y años,
15 y sean por lumbreras en la expansión de los cielos para alumbrar sobre la tierra. Y fue así.
16 E hizo Dios las dos grandes lumbreras; la lumbrera mayor para que señorease en el día, y la lumbrera menor para que señorease en la noche; hizo también las estrellas.
17 Y las puso Dios en la expansión de los cielos para alumbrar sobre la tierra,
18 y para señorear en el día y en la noche, y para separar la luz de las tinieblas. Y vio Dios que era bueno.
19 Y fue la tarde y la mañana el día cuarto.
20 Dijo Dios: Produzcan las aguas seres vivientes, y aves que vuelen sobre la tierra, en la abierta expansión de los cielos.
21 Y creó Dios los grandes monstruos marinos, y todo ser viviente que se mueve, que las aguas produjeron según su género, y toda ave alada según su especie. Y vio Dios que era bueno.
22 Y Dios los bendijo, diciendo: Fructificad y multiplicaos, y llenad las aguas en los mares, y multiplíquense las aves en la tierra.
23 Y fue la tarde y la mañana el día quinto.           
24 Luego dijo Dios: Produzca la tierra seres vivientes según su género, bestias y serpientes y animales de la tierra según su especie. Y fue así. 25 E hizo Dios animales de la tierra según su género, y ganado según su género, y todo animal que se arrastra sobre la tierra según su especie. Y vio Dios que era bueno.
26 Entonces dijo Dios: Hagamos al hombre a nuestra imagen, conforme a
nuestra semejanza; y señoree en los peces del mar, en las aves de los cielos,
en las bestias, en toda la tierra, y en to do animal que se arrastra sobre la tierra.      
27 Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó; varón y hem
bra  los creó.   
28 Y los bendijo Dios, y les dijo: Fructificad y multiplicaos; llenad la tierra, y
sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en to
das las bestias que se mueven sobre la tierra. 
29 Y dijo Dios: He aquí que os he da do toda planta que da semilla, que está
sobre toda la tierra, y todo árbol en que hay fruto y que da semilla; os serán para comer.
30 Y a toda bestia de la tierra, y a todas las aves de los cielos, y a todo lo que se arrastra sobre la tierra, en que hay vida, toda planta verde les será para comer. Y fue así.
31Y vio Dios todo lo que había hecho, y he aquí que era bueno en gran manera. Y fue la tarde y la mañana el día sexto. O Fueron, pues, acabados los cielos y / la tierra, y todo el ejército de ellos. 2 Y acabó Dios en el día séptimo la obra que hizo; y reposó el día séptimo de toda la obra que hizo. He. 4.4,10. 3 Y bendijo Dios al día séptimo, y lo santificó, porque en él reposó de toda la obra que había hecho en la creación.




Verbo /Pedro Salinas

¿De dónde, de dónde acuden
huestes calladas,
a ofrecerme sus poderes,
santas palabras?

Como el arco de los cielos
luces dispara
que en llegarme hasta los ojos
mil años tardan,
así bajan por los tiempos
las milenarias.
¡Cuántos millones de bocas
tienen pasadas!
En sus hermanados sones,
tenues alas,
viene el ayer hasta el hoy,
va hacia el mañana.
¡De qué lejos misteriosos
su vuelo arranca,
nortes y sures y orientes,
luces romanas,
misteriosas selvas góticas,
cálida Arabia!
Desde sus tumbas, innúmeras
sombras calladas,
padres míos, madres mías,
a mí las mandan.

Cada día más hermosas,
por más usadas.
Se ennegrecen, se desdoran
oros y plata; «hijo», «rosa», «mar», «estrella»,
nunca se gastan.
Bocas humildes de hombres,
por su labranza,
temblor de labios monjiles
en la plegaria,
voz del vigía gritando
—el de Triana—
que por fin se vuelve tierra
India soñada.

Hombres que siegan, mujeres
que el pan amasan,
aquel doncel de Toledo,
«corrientes aguas»,
aquel monje de la oscura
noche del alma,
y el que inventó a Dulcinea,
la de la Mancha.
Todos, un sol detrás de otro,
la vuelven clara,
y entre todos me la hicieron,
habla que habla,
soñando, sueña que sueña,
canta que canta.
Delante la tengo ahora,
toda tan ancha,
delante de mí ofrecida,
sin guardar nada,
onda tras onda rompiendo,
en mí —su playa—,
mar que llevó a todas partes,
mar castellana.

Si yo no encuentro el camino
mía es la falla;
toda canción está en ella,
isla ignorada,
esperando a que alguien sepa
cómo cantarla.
¡Quién hubiera tal ventura,
una mañana;
mi mañana de san Juan
—alta mi caza—
en la orilla de este mar,
quién la encontrara!
¿Qué hay allí en el horizonte?
¿Vela es, heráldica?
Una blancura indecisa
—puede ser ala—
hacia mi trémula espera
¿sueña o avanza?
Se acerca, y dentro se oyen
voces que llaman;
suenan —y son las de siempre—
a no estrenadas.
De entre tantas una sube,
una se alza,
y el alma la reconoce:
es la enviada.
Virgen radiante, el camino
que yo buscaba,
con tres fulgores, trisílaba,
ya me lo aclara;
a la aventura me entrego
que ella me manda.

Se inicia —ser o no ser—
la gran jugada:
en el papel amanece
una palabra.


Necesidad y placer / José Mª G. de la Torre

 Leer por necesidad.Porque hay que entender el código supremo del  hombre: la palabra.

 Desde que nuestros antepasados se constituye en personas tienen necesidad de articular su pensamiento, y aunque al principio sus signos sean elementales, pronto necesitará un sistema de signos complejo y capaz de abarcar todo lo que ve, un sistema que le permita definir el árbol y la cueva, el río y la montaña, la semilla y el huracán, la estrella y la flor ... y así comprender, poco a poco pero cada día mejor, todo el universo y, por ello, entenderse a sí mismo (((Intelijencia, dame el nombre exacto de las cosas)), diría nuestro Juan Ramón, con su peculiar ortografía).

 El alfabeto, la palabra, el texto permite expresar los pensamientos y los sentimientos, los recuerdos y los proyectos, ordenar lo grande y lo pequeño, lo real y lo imaginado, lo bueno y lo malo ... Toda nuestra cultura, desde hace miles de años, se desarrolla a partir de la palabra y es ella, sobre todas las demás cosas humanas, la que nos permite comunicamos; es la palabra, y en una sociedad grande y compleja sobre todo la palabra escrita, la que nos permite establecer las leyes que nos gobiernan, los textos que nos enseñan y nos ayudan a desarrollar nuestras tareas, los relatos que nos entretienen, nos hacen pensar, nos emocionan...

 Por eso necesitamos leer, leer todos los días y poniendo toda nuestra atención: para conocer qué pasó antes de nosotros, para saber lo que está pasando aquí y ahora, para poder entender, en alguna medida, lo que puede pasar en el futuro. Leer para saber de otros mundos y así saber más del nuestro; leer para comprender nuestro mundo y así comprender mejor los otros.

 Leer por placer. Repetir cada palabra escrita por los grandes creadores, deleitándonos con su forma, su sonido y hasta su tacto, su olor y su sabor. .. Saber extraer de sus relatos las luces y las sombras, lo que está visible o semioculto, escuchar los ecos que nos transmite el texto («La palabra no ha de decirlo todo sino contenerlo todo)) nos explica, inteligentemente,  don Gabriel Miró). Ver, a través del verso o la frase, los colores más intensos o las melodías más sublimes. Sentir en nuestro interior todas las emociones, todas las penas, todas las alegrías. Jugar con las palabras, con sus múltiples formas y sonidos, con sus concordancias y sus disonancias; imaginar los mundos que nos presentan las historias de los buenos escritores, entrar en esos mundos!: visitar los lugares que nos describen, navegar por todos los mares y recorrer todos los territorios, subir a las estrellas y bajar a los infiernos; dialogar con sus personajes, participar en sus aventuras, compartir sus vidas, vivirlas con ellos ... Repetir los versos de los  poetas, apropiárnoslos, sentirlos como nuestros: copiarlos, modificarlos, recrearlos y regalárselos a la persona amada ...  

 Leer por necesidad y por placer. Sentir intensamente las ansias de dominar el supremo código del universo-hombre y, a través de él, todos los códigos de todos los universos. Leer  para, como la más hermosa de las consecuencias de ello, llegar a poder escribir: añadir nuestra palabra, aunque sea una modestísima nota a pie de página o una mera acotación al  margen, al inmenso libro que la humanidad viene escribiendo desde que el ser humano se atrevió a erguirse y mirar a las estrellas. (...)


 Nuestra lengua /Octavio Paz

Las vocaciones son misteriosas: ¿por qué aquel dibuja incansablemente en su cuaderno escolar, el otro hace barquitos o aviones de papel, el de más allá construye canales y túneles en el jardín o ciudades de arena en la playa, el otro forma equipos de futbolistas y capitanea bandas de exploradores, o se encierra solo a resolver interminables rompecabezas? Nadie lo sabe a ciencia cierta. Lo que sabemos es que esas inclinaciones y aficiones se convierten, con los, años, en oficios, profesiones y destinos. El misterio de la vocación poética no es menos sino más enigmático. Comienza con un amor inusitado por las palabras, por su color, su sonido, su brillo y el abanico de significaciones que muestran cuando, al decirlas, pensamos en ellas y en lo que decimos. Este amor no tarda en convertirse en fascinación por el reverso del lenguaje, el silencio. Cada palabra, al mismo tiempo, dice y calla algo. Saberlo es lo que distingue al poeta de los filólogos y los gramáticos, de los oradores y los que practican las artes sutiles de la conversación. A diferencia de esos maestros del lenguaje, al poeta lo conocemos tanto por sus palabras como por sus silencios. Desde el principio el poeta sabe, obscuramente, que el silencio es inseparable de la palabra, es su tumba y su matriz, la letra que lo entierra y la tierra donde germina. Los hombres somos hijos de la palabra, ella es nuestra creación; también es nuestra creadora, sin ella no seríamos hombres. A su vez la palabra es hija del silencio: nace de sus profundidades, aparece por un instante y regresa a sus abismos.
Mi experiencia personal y, me atrevo a pensarlo, la de todos los poetas, confirma el doble sentimiento que me ata, desde mi adolescencia, al idioma que hablo. Mis años de peregrinación y vagabundeo por las selvas de la palabra son inseparables de mis travesías por los arenales del silencio. Las semillas de las palabras caen en la tierra del silencio y la cubren con una vegetación a veces delirante y otras geométrica. Mi amor por la palabra comenzó cuando oí hablar a mi abuelo y cantar a mi madre, pero también cuando los oí callar y quise descifrar o, más exactamente, deletrear su silencio. Las dos experiencias forman el nudo de que está hecha la convivencia humana: el decir y el escuchar. Por esto, el amor a nuestra lengua, que es palabra y es silencio, se confunde con el amor a nuestra gente, a nuestros muertos, los silenciosos y a nuestros hijos que aprenden a hablar. Todas las sociedades humanas comienzan y terminan con el intercambio verbal, con el decir y el escuchar. La vida de cada hombre es un largo y doble aprendizaje: saber decir y saber oír. El uno implica al otro: para saber decir hay que aprender a escuchar. Empezamos escuchando a la gente que nos rodea y así comenzamos a hablar con ellos y con nosotros mismos. Pronto, el círculo se ensancha y abarca no sólo a los vivos, sino a los muertos. Este aprendizaje insensiblemente nos inserta en una historia: somos los descendientes no sólo de una familia sino de un grupo, una tribu y una nación. A su vez, el pasado nos proyecta en el futuro. Somos los padres y los abuelos de otras generaciones que, a través de nosotros, aprenderán el arte de la convivencia humana: saber decir y saber escuchar. El lenguaje nos da el sentimiento y la conciencia de pertenecer a una comunidad. El espacio se ensancha y el tiempo se alarga: estamos unidos por la lengua a una tierra y a un tiempo. Somos una historia (…)

El logos en la conciencia:
lenguaje, conceptualización y creatividad /Bruno Rosario Candelier
Fueron los antiguos pensadores presocráticos, con Heráclito a la cabeza, los que inventaron el concepto de logos al que asignaron el significado de “pensamiento”, “espíritu”, “idea”, “sentido”, “discurso”, “palabra” y “verbo”. Al concebir el logos como esencia del espíritu y alma de las palabras, Heráclito le atribuía un carácter divino, que posteriormente san Juan, en su Evangelio, vincularía al mismo Dios, llamándolo Logos o Verbo, con mayúscula, para distinguirlo de la palabra encarnada o del logos que atesoramos los humanos. Los antiguos griegos concebían la Naturaleza como expresión sagrada en razón de su origen divino. Los pensadores presocráticos, en estado de contemplación, se dedicaban a pensar el Mundo y a crear belleza. Heráclito reflexionó sobre el ordenamiento de lo existente, el desarrollo de la conciencia y la potencia de la palabra.
De las reflexiones de Heráclito de Éfeso podemos inferir tres profundas intuiciones que fundaron la cultura de Occidente: 1. La presencia de una energía interior de la conciencia, principio espiritual del pensamiento, que denominó Logos. 2. La existencia de una sabiduría universal o memoria cósmica acumulada en al algunas capas del Universo, fuente de verdades reveladas, que llamó Númen. 3. La importancia de la vida interior de la conciencia a favor del crecimiento del espíritu, que nombró nomos.
Según esta visión del pensador griego, el logos es la unidad que funda la ideación de los conceptos. Por su esencia divina, el logos es una energía interior que procede del Logos primordial, principio de cuanto existe, vale decir, o divino mismo. Encarnado en la palabra, el logos encierra la esencia del espíritu en cuya virtud el hombre piensa, habla y crea. Igualmente, el logos desarrolla la conciencia humana, propicia la capacidad de reflexión y fecunda la vida del espíritu. Esta concepción del logos tiene importantes implicaciones intelectuales, morales, espirituales y estéticas. Base de la conciencia cósmica y potencia interior de la conciencia, el logos enlaza al hombre con la sabiduría universal y, desde luego, con la Divinidad. En consecuencia, el logos propicia el desarrollo de la conciencia, funda el acopio de la sabiduría universal y explica la coparticipación divina en cuya virtud todo se vincula con el Todo.
Según la concepción de Heráclito, el Logos canaliza la esencia de la sabiduría universal archivada en la memoria cósmica, concepto que asumiría la psicología moderna con Carl G. Jung, que habló de inconsciente colectivo. Para Werner Jaeger, la concepción del logos entraña la comprensión espiritual de la más alta sabiduría, ya que participamos de la condición divina y, en consecuencia, de la sabiduría universal, a la que accedemos en virtud del logos (1)
El logos funda el lenguaje, operación y mecanismo que alienta y desarrolla la conciencia. El logos otorga sustancia a la palabra, base del pensamiento y principio espiritual de la conciencia, que es lo mismo que decir, esencia y sentido de la trascendencia humana. El logos nos ha dotado del don para pensar y del poder de articular la palabra para hablar, al tiempo que propicia las operaciones del intelecto con sus manifestaciones conceptuales o reflexivas. Lo que hace posible que pensemos y hablemos, lo que escriben pensadores y poetas, lo que creamos con el concurso de la palabra, se debe a la energía interior de la conciencia, basada en el logos que el lenguaje formaliza. Como sistema de comunicación verbal que expresa conceptos, emociones y anhelos, el lenguaje canaliza en la palabra la intuición de la inteligencia, la percepción de la sensibilidad y el dictamen de la voluntad mediante la articulación de sonidos y sentidos formalizados en frases, enunciados o expresiones.
Con el poder de la palabra, el logos se manifiesta como energía de la conciencia, fundamento del pensamiento y aliento de la creatividad.  Como energía de la conciencia, desarrolla la dimensión espiritual de la condición humana; como fundamento del pensamiento, aporta la base conceptual del lenguaje articulado: y como aliento de la creatividad, entraña el principio intuitivo del pensar, mediante el aporte intelectual y estético.
El lenguaje tiene una faceta formal y una faceta conceptual. La vertiente formal se expresa en la manera como empleamos palabras y expresiones. La vertiente conceptual, que encierra ideas o pensamientos, comprende el dominio de la reflexión. La inventiva humana, basada en la intuición, la plasma el lenguaje por el cual entendemos, conceptualizamos y comunicamos el sentido de las cosas que la realidad sugiere. La capacidad para conceptualizar sobre hechos, fenómenos y cosas funda el desarrollo intelectual que el usuario de la lengua revela en la palabra.
Estamos en condiciones de entender que el logos fecunda la capacidad del intelecto y alienta el talante de la sensibilidad. El poder generativo de la palabra despliega la potencia de la conciencia de quien, prevalido de los conocimientos heredados y adquiridos, canaliza su cosmovisión, sus apelaciones y su talante cultural. (…)

En primera persona:
 entrevista con Juan Bosch /Guillermo Piña Contreras
(…) Precisamente, profesor, ¿cuál considera usted que es el defecto del joven escritor dominicano? poco conocimiento de la lengua. Porque está bien que un escritor utilice la palabra escándalo cuando podría usar la de alharaca o algarabía, pero debe conocer la existencia de esas palabras, pero nuestra joven generación sólo conoce la de escándalo. No conoce algarabía ni conoce alharaca. ¿Y qué importancia tiene conocer palabras?, que las palabras cultivan la inteligencia. Cuantas más palabras conoce una persona, más  desarrollada tiene la inteligencia, porque las palabras están grabadas en células cerebrales, el que tenga 90 mil células cerebrales activas tiene una inteligencia altamente desarrollada. Las células cerebrales se mueven al impulso de las palabras grabadas en ellas y también se mueven en tribus; y alrededor de cada palabra y junto con cada palabra vienen a la parte consciente del cerebro todos los conceptos que en alguna forma se relacionan con esas palabras. (…)

El arco y la lira /Octavio Paz

(…) Cada palabra o grupo de palabras es una metáfora. Y asimismo es un instrumento mágico, esto es, algo susceptible de cambiarse en otra cosa y de trasmutar aquello que toca: la palabra pan, tocada por la palabra sol, se vuelve efectivamente un astro; y el sol, a su vez, se vuelve un alimento luminoso. La palabra es un símbolo que emite símbolos. El hombre es hombre gracias al lenguaje, gracias a la metáfora original que lo hizo ser otro y lo separó del mundo natural. El hombre es un ser que se ha creado a mismo al crear un lenguaje. Por la palabra, el hombre es la constante producción de imágenes y de formas verbales rítmicas es una prueba del carácter simbolizante del habla, de su naturaleza poética. El lenguaje tiende espontáneamente a cristalizar en metáforas. Diariamente las palabras chocan entre y arrojan chispas metálicas o forman parejas fosforescentes. El cielo verbal se puebla sin cesar de astros nuevos. Todos los días afloran a la superficie del idioma palabras y frases chorreando aún humedad y silencio por las frías escamas. En el mismo instante otras desaparecen. De pronto, el erial de un idioma fatigado se cubre de súbitas flores verbales. Criaturas luminosas habitan las espesuras del habla. Criaturas, sobre todo, voraces. En el seno del lenguaje hay una guerra civil sin cuartel. Todos contra uno. Uno contra todos. ¡Enorme masa siempre en movimiento, engendrándose sin cesar, ebria de sí! En labios de niños, locos, sabios, cretinos, enamorados o solitarios, brotan imágenes, juegos de palabras, expresiones surgidas de la nada. Por un instante, brillan o relampaguean. Luego se apagan. Hechas de materia inflamable, las palabras se incendian apenas las rozan la imaginación o la fantasía. Mas son incapaces de guardar su fuego. El habla es la sustancia o alimento del poema, pero no es el poema. La distinción entre el poema y esas expresiones poéticas inventadas ayer o repetidas desde hace mil años por un pueblo que guarda intacto su saber tradicional— radica en lo siguiente: el primero es una tentativa por trascender el idioma; las expresiones poéticas, en cambio, viven en el nivel mismo del habla y son el resultado del vaivén de las palabras en las bocas de los hombres. No son creaciones, obras. El habla, el lenguaje social, se concentra en el poema, se articula y levanta. El poema es lenguaje erguido.




Como ya nadie sostiene que el pueblo sea el autor de las epopeyas homéricas, tampoco nadie puede defender la idea del poema como una secreción natural del lenguaje. Lautréamont quiso decir otra cosa cuando profetizó que un día la poesía sería hecha por todos. Nada más deslumbrante que este programa. (…)


1 comentario:

  1. La palabra es el instrumento esencial en el oficio del escritor, por lo que es un tema que se debate con frecuencia en su escritorio. Aquí presentamos varios textos donde la palabra se puede apreciar desde diferentes perspectivas: literaria, académica, religiosa, poética, etc. Enfoques de unos pocos autores serán suficientes para envolvernos en su magia y abrir la puerta de nuestra curiosidad e imaginación.

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